El Palacio del Lapping Cochabambino, el sabor inigualable de Sipe Sipe y de la abuela Concepción

El restaurante ubicado en Miraflores tiene todos los elementos del buen sabor cochabambino

La tradición queda demostrada antes del mediodía. La comida está preparada, los ambientes limpios y las mesas listas. Falta algo. Después de coordinar todo, Grecia camina hacia un altar lleno de flores, donde están las imágenes de la Virgen de Urkupiña y de Santiago de Bombori.

Con mucho respeto y cariño, con la mirada fija en los santos, acomoda las velas y las enciende. Es el momento en que abre de manera oficial el restaurante y, también, es el preciso momento en que la gente llena el lugar para deleitar su paladar con algún platillo del tradicional El Palacio del Lapping Cochabambino.

La carne suave y esos sabores intensos a Cochabamba tienen que tener un origen. Grecia Medrano  —administradora del restaurante— cuenta que todo inició hace varias décadas, en Sipe Sipe, cuando su abuela María Concepción Laime daba de comer a productores del área rural.

Ubicada a 27 kilómetros al sudoeste de la capital valluna, Sipe Sipe es una población donde los campos fértiles regalan cebolla, zanahoria, ajo, papa, y una diversidad de granos. Cada cierto tiempo, los campesinos llegaban al pueblo, después de un par de días de caminata por sendas complicadas, para hacer moler maíz, cebada y trigo en el molino de doña Concepción.

Ante tan sacrificado viaje con cargamento pesado, la anfitriona no tenía mejor premio que esperarles con un suculento plato de papa huayco con phisara  (papa cocida con cáscara, acompañada por quinua graneada).

“De ese modo mi abuela les esperaba y daba comida a toda la gente que llegaba”, cuenta Grecia, la tercera generación en el arte de preparar exquisitos platillos cochabambinos.

Sabedora de la buena mano para la cocina, Concepción abrió el restaurante Los Molinos de Sipe Sipe, conocido no sólo por los deliciosos platillos, sino también por los exquisitos guarapos, chichas y garapiñas.

“Nosotros hemos crecido con eso (con la cocina), porque ella siempre nos ha enseñado a trabajar. Allá, la chicha se hace con quinua y plátano, entonces, nosotros pelábamos 500 plátanos para que los molieran y los pusieran en la chicha”, recuerda Grecia.

Después de ineludible crecimiento del negocio de la abuela Concepción, las buenas manos culinarias debían emigrar como, por ejemplo, a Santa Cruz y La Paz. El destino puso a Grecia en la sede de gobierno antes de unas elecciones, ante las cuales, una de sus tías le sugirió que cocinara chicharrón cochabambino para los votantes.

“Hemos vendido como pan caliente. En ese momento hemos pensado que podíamos abrir un negocio”, dice Grecia. El éxito las indujo a poner un puesto callejero en San Antonio. Luego se trasladaron a Villa Copacabana, a un pequeño espacio de apenas cuatro mesas, donde servían chicharrón, lapping, pique macho y charque.

“La gente hacía cola y quería más platos, pero no había espacio”, se lamenta. Por esa razón, hace siete años, la sazón de la abuela Concepción —heredadas en Grecia— se trasladó a la calle Costa Rica Nº 1427 (entre Busch y Hans Kundt), donde inauguró El Palacio del Lapping Cochabambino.

Detrás de su atrayente fachada hay ambientes que trasladan un poco a los comensales a las tierras vallunas, con numerosas plantas —como las que tiene la abuela Concepción— y un aroma a deliciosos platillos, como el pique macho, planchitas, lambreado de conejo, pampaku mixto, sopa de maní, fideos uchu o el escabeche mixto enrrollado.

Como no podía ser de otra manera, la comida estrella es el lapping, servido en un plato de 50 centímetros de longitud, donde están perfectamente acomodados la papa huayco, plátano frito, choclo, habas, una ensalada de cebolla, tomate y queso, un carne que parece deshacerse en la boca.

“Me siento muy agradecida con la gente de La Paz porque nos han recibido muy bien, les gusta nuestra comida, les gusta la sazón cochala. Al paceño le gusta todo lo cochabambino”, dice Grecia.

Tiene razón, más aún cuando se trata de una excelente gastronomía sipesipeña y con la tradición y sazón heredada de la abuela Concepción.

Texto: Marco Fernández Ríos (78882793)

Fotos:  Marco Higueras y Marco Fernández Ríos

Ispaya Grande, paso a paso hacia el turismo

Esta comunidad del municipio de Ancoraimes quiere atraer visitas a través de sus atractivos naturales, culturales y gastronómicos

“Primero hay que hacer hervir agua en el fogón, después se pone la cebolla. Hay que hacer hervir un poco más. Luego hay que meter la papa y la k’oa. Cuando ya está un poco cocida la papa, recién se mete el pescado, porque rápido cuece, con un hervor. Si lo calientas harto tiempo, se deshace”. A pesar del peso de la olla de barro, Antonia Mamani llega presurosa hasta donde se encuentran los comensales, quienes llegaron a conocer un poco de los atractivos de Ispaya Grande, una comunidad del municipio de Ancoraimes que ahora quiere abrirse al turismo desde varios ámbitos, como la gastronomía, su cultura y riqueza natural.

Dos horas y media de viaje valen la pena cuando como recompensa hay una variedad de elementos que llaman la atención. Más aún cuando son desconocidos para la mayoría. El ingreso a la comunidad Ispaya Grande  es inolvidable: después de pasar una loma, de repente se abre un panorama onírico, con el azul intenso del lago Titicaca que parece rodear toda la población, que aparece abajo como si fuera un lugar escondido.

Todos los comunarios están reunidos porque van a celebrar los 76 años de la creación de la escuela Ispaya Grande, cuando “estaba prohibido leer y escribir, porque los castigaban”, comenta Víctor Quispe, profesor de primaria de esta unidad educativa.

La gente luce sus mejores vestidos, primero por el aniversario del centro de estudios y, segundo, porque una delegación del Movimiento de Integración Gastronómico Alimentario (MIGA Bolivia) ha visitado el pueblo para observar sus potencialidades turísticas.

“Antes nos trasladábamos a pie. Entrábamos y salíamos del pueblo con burrito. Hasta ahora mismo. El camino recién se ha abierto hace un año. Falta mucho por trabajar”, relata don Gregorio Tarqui (76 años), quien está vestido con una chamarra y pantalón oscuros, una camisa blanca, además de un sombrero que combina con su atuendo y le protege del intenso sol.

Gregorio permanece de pie junto a otros varones de su edad, preparados para participar en un desfile para recordar el aniversario 76 de la escuela, que antes tenía decenas de estudiantes, mientras que ahora cuenta con sólo 18, como consecuencia de la emigración de los pobladores —dice don Gregorio—, quienes salen de su terruño para encontrar mejores oportunidades de vida. Muchas veces no retornan.

De caminar tranquilo, con pollera, blusa y manta relucientes, doña Lucía Ticona intenta explicar el origen del nombre de Ispaya. “Dicen que antes había más ispi —un pez pequeño que habita en el lago—. Otros dicen que se debe a Ispalla mama —deidad de la papa—”, Cuenta. Añade, vanidosa, que en su pueblo producen maíz, haba, quinua, tarhui, papa, cebada, oca y arveja.

Con todo lo que hay en la comunidad es fácil preparar platos exquisitos, como el fiambre, piski o un suculento wallake, preparado por doña Antonia. “Mi mamá me ha enseñado cómo se prepara el wallake. Desde pequeña he aprendido a prepararlo”, dice orgullosa, sentada en el pasto, antes de retirar el aguayo para mostrar una olla de barro, de donde extrae la sopa con fuerte aroma a q’oa, una planta que crece también en los cerros de la comunidad.

Cuando llega el tiempo de cosecha, en Ispaya lo celebran con danzas alegres, como waca wacas y  moseñadas, que con sus dulces armonías alegran y animan a los bailarines vestidos con trajes multicolores. Por ejemplo, Primo Mamani lleva el traje de wacatinti, que incluye una peluca rubia, dos chuspas cruzadas en el pecho, borlas de varios colores y con figuras de llamas, y un arado de madera. “Es por el tiempo de cosecha, porque aramos con esta guía para llevar a la vaca”, explica antes de reunirse con waca tocoris y kusillos para comenzar a bailar.

“Ahora que estamos de visita hemos visto las grandes potencialidades en el territorio, en el ámbito del turismo gastronómico con identidad, además del rescate cultural identitario, que no sólo incluye lo productivo desde lo agropecuario, sino también la integralidad con las técnicas, las tradiciones y las festividades”, afirma Leslie Salazar, directora ejecutiva de MIGA Bolivia.

A todos estos atractivos se suma la bahía amplia al lado este del pueblo, que se presenta como un atractivo potencial, pues además de su belleza natural tiene leyendas, como el Achakthakhi, que en aymara significa el camino o senda del ratón.

“Cuando era jovencito, a mis ocho años más o menos, caminábamos por aquí. Los abuelitos decían que era una escalera, pero nosotros lo hemos conocido como el camino del ratón o Achakthakhi”, cuenta Norberto Cutipa, quien, después de caminar por un cerro alto, desciende por una senda angosta, que a la izquierda tiene un precipicio de al menos cinco metros.

¿Da miedo? ¡Claro! Pero más puede el espíritu aventurero y la curiosidad por saber qué hay abajo. Así es que con cuidado, casi sentado y mirando bien dónde se pisa, poco a poco se llega a una playa paradisiaca, protegida por rocas y cerros que hacen que la temperatura sea agradable.

Ahí, el agua es cristalina, no hay frío ni calor. Se dice que antes había bancos de pejerreyes e ispis, pero que la contaminación hizo que desaparecieran de este lugar, que invita a sentarse para ver el horizonte, donde aparecen la Isla del Sol, la Isla de la Luna y la parte peruana del Lago Sagrado.

Hay mucho por caminar, pero es tarde. Falta conocer parte del Qhapaq Ñan, un camino prehispánico que se extiende por Argentina, Bolivia, Chile, Perú, Ecuador y Colombia. Ispaya Grande tiene la ventura de preservar un pedazo de roca tallada que forma una vía antigua, que da razones para tener la seguridad de que esta comunidad altiplánica se convertirá, pronto, en un atrayente sitio turístico del país. Falta mucho por caminar.

Texto: Marco Fernández Ríos (78882793)

Fotos y videos: Juan Manuel Rada/MIGA Bolivia y Marco Fernández Ríos

Cuidado de edición: Escriteca (70563637)

Este material contiene información elaborada exclusivamente para Marco Vínculos. Queda terminantemente prohibida la reproducción total o parcial de este material sin la previa autorización del autor. Gracias por la comprensión.

La Grosería: la celebración es todos los días

Ubicado en la calle Sagárnaga, este local ofrece freakshakes, una combinación de malteada, torta, crema, jarabe y dulces. Además hay un sinfín de cervezas artesanales

Abrazados por una música apacible, Laura se acerca a la mesa con una bandeja. En ella hay dos Freak Shakes, cada uno con malteada, torta, crema de leche, chocolate derretido y dulces como decoración. Da miedo.

¿Es posible terminar este postre sin morir en el intento? ¿Esta crónica puede comenzar con una historia triste?

A pesar de llevar el barbijo de bioseguridad, Laura Mita (35 años) refleja alegría en su mirada. Después de dejar las supermalteadas, se sienta y empieza a contar que ella y su pareja y socio, Franklin de las Muñecas, son ingenieros medioambientalistas.

Todo iba bien en la carrera de ambos, hasta que, en 2016, falleció Juan Carlos Mita, el padre de Laura. Para ella fue como si el mundo se terminara, pues compartían muchas actividades, en especial el cariño por los “fierros”, es decir los automóviles y las motocicletas.

A partir de ese momento se dio una pausa en el área medioambiental y entró en una etapa de depresión. “Necesito que vuelvas a ser la de antes. ¿Qué quieres hacer?”, preguntó un angustiado Franklin.

Entonces resurgió la otra pasión de Laura: la repostería. El horno, la harina y los demás ingredientes la retrotraen a su infancia. “Mi mamá (Susana Alanoca) siempre ha cocinado para festejar algo. Entonces, para mí, la cocina es una celebración”, dice Laura.

Ante la pregunta de Franklin acerca de que la volvería a animar, ella respondió: “Quiero abrir una pastelería”. Fue así como nació La Grosería, a finales de 2017, en un pequeño espacio de la avenida Sánchez Lima, en Sopocachi.

Muy pronto consiguieron el éxito, gracias a los freakshakes, una mezcla de malteada con torta, sobrecargada con crema y golosinas, con un decorado que encandila y al mismo tiempo asusta al paladar.

Con el enorme vaso en la mesa, cuesta decidirse por dónde empezar. Como indica el dicho, a nadie le amarga un dulce, más aún cuando se trata de una de las especialidades de Laura. Hay que empezar por sorber la malteada, una bebida dulce y fría a la vez, que refresca y genera una sonrisa de satisfacción.

Para los emprendedores, los tiempos de crisis se transforman en oportunidades. Eso pasó con La Grosería, porque, debido a la pandemia del nuevo coronavirus, tuvieron que cerrar el local de Sopocachi.

Al poco tiempo, a Laura y Franklin se les presentó una oportunidad inmejorable, una casa amplia en la calle Sagárnaga, dentro de la zona turística de la urbe paceña. De esa manera, La Grosería volvió con sus dulces tentaciones en abril de 2020.

Ya sea un Gore Shake (malteada con galleta, muffin, crema, una minirrosquilla y jarabe), un Shake It Up (malteada, dulces, cupcake, crema, minirrosquilla y crema) o un The Lady in Red, los fuertes sabores se apoderan del paladar y se convierten en una grosería.

¿Y Franklin? Por cariño a Laura, también eligió alejarse de su trabajo medioambiental para dedicar su tiempo a La Grosería. Ahora se encarga de la administración, pero también se especializó en cervezas artesanales.

“Cuando empezamos pensé que había como 15 cervecerías. Al conocer cada vez más, me di cuenta que en Bolivia hay más de 80 marcas”. Una de las paredes del bar de malteadas está adornada con cientos de bebidas hechas a base de cebada, lúpulo y agua.

No se trata de un sabor, sino de una variedad de sabores, colores y aromas, que van desde un stout —con una intensidad de café— hasta sabores frutales, como maracuyá. Como buen conocedor de esta bebida, Franklin está atento a guiar y ayudar a elegir la cerveza ideal para cada visitante.

“Estamos felices de contar siempre con el apoyo de nuestras familias, del apoyo incondicional de nuestros amigos y de la gente con la que trabajamos”, dice Laura, con una alegría que trasciende al barbijo.

No sólo se vive de postres

La Grosería tiene un menú amplio de postres y cervezas artesanales, pero no sólo se vive de postres, así es que hay otras opciones, como jugos, milanesa napolitana, costilla a la barbacoa, pizzas, hamburguesas, desayunos variados y otros manjares.

El bar de malteadas abre de martes a domingo, entre las 10.00 y 21.00. Para hacer reservas o consultas, llamar a los teléfonos 67009254 y 67005864, en el muro La Grosería, en Facebook.

Texto: Marco Fernández Ríos (78882793)

Fotos y videos: Salvador Saavedra

Cuidado de edición: Escriteca (70563637)

Este material contiene información elaborada exclusivamente para Marco Vínculos. Queda terminantemente prohibida la reproducción total o parcial de este material sin la previa autorización del autor. Gracias por la comprensión.

Lo waso de El Alto

Con alimentos andinos, un grupo de chefs organizó un tour cultural y gastronómico en el corazón de El Alto

De manera paralela a las sombras de la tarde que se puede cambiar en la oscuridad, las discotecas de la avenida Franco Valle se activan a sus luces multicolores, mientras que la música variopinta se acopla con los bocinazos de la calle atiborrada de minibuses y gente. Ahí, en medio de la vorágine de la Ceja alteña, tres emprendedores se juntaron con un grupo de chefs para mostrar una ruta turística-gastronómica: Lo waso de mi tierra.

“Nos encontramos un día y dijimos ¿por qué no?”. El cantinero Miguel Choque —vestido para la ocasión, con camisa y pantalón negro y una corbata de moño roja— espera a sus invitados en Ciudad Satélite, en medio de la plaza del Tinku, mientras que en un costado aguarda un micro del Sindicato Pedro Domingo Murillo , de los llamados «Lechuguitas» por su característico color verde claro.

“El turista nacional o extranjero visita la Feria 16 de Julio y se va a la ciudad de La Paz para comer y divertirse. Por eso nació esta propuesta turística y gastronómica, para que los visitantes se queden y disfruten nuestra urbe ”, explica Miguel.

En la plaza, los futuros comensales forman un círculo en una caja de refrescos viejos, que tiene dentro pequeñas botellas cobrizas. Se trata del primer cóctel de esta experiencia “wasa”: una fermentación de marayabú (producto amazónico) acompañado con ají de Padilla y jugo de naranja, que combina toques dulces y cítricos, con un punto de acidez que se queda en el paladar durante al menos un minuto.

Cuando el motor del Lechuguita se enciende, es el momento en que los comensales tienen que subir al vehículo de los años 70 que, a pesar del tiempo transcurrido, está conservado. El recorrido transcurre por la avenida Panorámica, desde donde se observa el inmenso hueco que forma la urbe paceña. Al pasar por el Faro Murillo, la avenida se va llenando de camiones y puestos con verduras, frutas y otros alimentos. “Mientras que La Paz tiene la Rodríguez, en El Alto tenemos el mercado de Villa Dolores, que comienza en la calle 1 y termina en la 10”, resalta Víctor Altamirano, chef que trabaja en la zona Sur paceña y que vive en la urbe alteña

Poco a poco, la avenida se va haciendo más angosta debido a los quioscos donde los amautas hacen wajt’as (mesas rituales) para agradecer o pedir algo a la Pachamama (Madre Tierra). Ahí, doña Julia ingresa al micro con un brasero y hace pasar el humo del incienso por todos los asientos para solicitar a los achachilas —los cerros que deben proteger a El Alto y La Paz— que este tour gastronómico sea inolvidable.

 

En unos minutos, el coche llega al punto neurálgico de la Ceja, en la entrada a la avenida Naciones Unidas —que une embajadas— y las principales calles de ese sector, donde hay una trancadera de vehículos públicos y privados. A pesar de ello, la Lechuguita llega en poco tiempo a Antaño, en la avenida Franco Valle Nº 25, entre las calles 1 y 2, una vía bautizada como Broadway, debido a que hay un sinfín de discotecas.

“En La Paz hay bastantes alternativas gastronómicas. Tenemos a Sabor Clandestino, Gustu, Popular Cocina Boliviana, Ahijada Ajicería Bolivia y Manqa ”, comenta Víctor, quien afirma que es el momento de El Alto cuente con una oferta culinaria similar.

Mientras afuera se escucha un enredo de cumbias, chicha, baladas, rock, bocinas y ofertas de los vendedores —en una zona que parece no dormir—, adentro todo está apacible, más aún cuando llega el primer tiempo de la experiencia culinaria. «Ustedes son como nuestros reyes, así es que tienen que estar bien atendidos», dice el chef. Al mismo tiempo que termina la frase, los meseros llegan con bandejas y cucharas de plata, que tienen tres tipos de quinua (roja, blanca y negra), acompañados por queso crema y cilantro, además de jarabe de atún y hojas comestibles, que consiguen una combinación del tradicional pesq’e con una terminación de ceviche.

Casi de inmediato aparece Abraham Aro —chef de Propiedad Pública y dibujante callejero— para presentar un buñuelo hecho con maíz morado, que dentro tiene crema de queso y mermelada, que mezcla lo dulce con un leve amargor.

¡Uta No! Así se llama el cóctel digestivo creado por Miguel, que contiene licor de limón, un jarabe simple (azúcar y agua) y jugo de pepino, con decoración de huacataya deshidratada.

“En El Alto se ha monopolizado la idea del pollo frito y la comida chatarra, que lo salado es salado y lo dulce es dulce, que no deberían juntarse. Eso es mentira, el salado y el dulce son un matrimonio perfecto, un equilibrio perfecto”, asevera Abraham.

El siguiente plato es una especie de papas a la huancaína, que en medio tiene un frasco de cristal, aunque con al revés, para retener el vapor de un huevo de codorniz, que al morderlo revienta en la boca.

El próximo paso viene sobre un pedazo de piedra plana, que tiene pan de Laja, carne de llama cocinada durante siete días y un pedazo de hueso que contiene el tuétano o médula, que hay que retirar con una cucharilla para mezclarlo, como si fuera una crema, con la preparación, con el fin de sentir el toque ahumado y cremoso de esta preparación.

“Estamos rescatando las costumbres pasadas, porque en este tiempo la comida se ha industrializado. Queremos romper la costumbre del pollo y la hamburguesa y hacer recordar un ají de papalisa o ají de lenteja”, explica Víctor.

Es por ello que el siguiente paso es un ají de lengua con puré de racacha, izaño cristalizado, cañahua roja y una flor de buganvilia, una preparación que se deshace en la boca.

“La mayoría de las personas no está acostumbrada a este tipo de cocina, por eso había que manejar el balance, que no sea pesado, que se pueda continuar hasta terminar”, sostiene Abraham, al tiempo que llega un bloque de sal, que tiene adentro dos truchas de medio metro de largo.

Después de cocerlo en un horno, la sal se ha convertido en un bloque de piedra caliente, así es que el chef debe quebrarlo para extraer la carne. De por sí es un espectáculo, con el vapor que va saliendo y el aroma de la trucha cocida, que va acompañada por una crema de papalisa, chuño, camote, cilantro y leche de tigre. Algo cremoso, crujiente, fresco, dulce y un poco agrio son las sensaciones del paladar al saborear esta preparación.

La jornada “wasa” termina con un postre que trae recuerdos de la infancia: un helado de canela, aunque esta vez tiene encima tierra de tocino. A su lado hay una semiesfera brillante y rosada, que representa una canica con la que se jugaba en las calles de tierra, que en realidad es un mus de naranja con compota de manzana, gel de remolacha y flores comestibles.

No puede faltar la yapa: unos cannolis con polvo de coca, crema de queso, ralladura de naranja y limón, además de vinagre balsámico.

En el corazón de la Ceja, unas cuantas personas lucen satisfechas por la mezcla de sabores, colores y aromas, una combinación de cocina de autor preparada por varios chefs que tienen mucho por mostrar de la gastronomía y lugares turísticos de la urbe alteña. Muy pronto tendrá que volver, con más experiencias wasas.

 

Texto: Marco Fernández Ríos

Fotos: Marco Aguilar

 

(Parte de esta crónica fue publicada en la revista Escape, del periódico La Razón, el domingo 19 de abril de 2020)